Se sentó a mi derecha contra la ventanilla, pero ignoraba las vistas. Se incorporaba un poco para que su altura le permitiera observar por sobre las cabezas ubicadas los movimientos en alguna fila más adelante. Miraba en dirección a mi libro pero no intentaba averiguar qué leía sino que pretendía entablar diálogo, aunque sin convicción.
En cuanto se completó el boarding y trabaron puertas, me pidió salir. Mientras, mi compi de la izquierda recolectaba rapidito sus cosas y se mudó en frente, a una codiciada hilera sin pasajeros. La mujer a mi lado se frustró por la avidez de la chica en conquistar las butacas desoladas y se desplomó en su asiento nuevamente. Yo también.
Segundos después volvió a pararse y me habló en alemán, le expresé mis limitaciones idiomáticas (de tantas que tengo) y dejó caer sus hombros con un resoplido. Juntó fuerzas para procesar y arremetió en inglés:
– Mi hijo está más adelante… quisiera que venga aquí conmigo
– Por supuesto, me mudo al asiento de la izquierda y él puede ubicarse en mi ex-lugar – dije con el subtítulo de ‘¿Y nos dejamos de vueltas?’. La dejé pasar y encaró el pasillo con paso firme – allí la recibió un adolescente de unos 17 años que no quiso moverse de su posición.
Yo esperaba de pie, un poco avergonzada por la escena mientras la azafata nos retaba a las dos. En el mundo del resto había un avión que debía despegar pronto.
Regresó murmurando sola, se disculpó y retomó su lugar. Durante lo que duró el viaje -dos horas- buscó la nuca del chico desde la distancia con destreza de suricata, miró whatsapp reiterdamente (sin wifi) y nostalgió el asiento vacío que ahora nos separaba.
Leyendo el mismo párrafo de mi librito por tercera vez reparé en que finalmente su urgencia se había transformado en la mía. La incomodidad que sentí por su constante alerta se traducía en mi desatención en la lectura o en estar pendiente de si quería decirme o necesitaba algo. Tenía un nudo en la panza y comenzó a dolerme la cabeza.
Su intensidad me invadió y no pude poner un límite al ‘ya mismo’ que era de otra persona. Del aeropuerto de Hamburgo despegaron su ansiedad y la mía.
Y entonces pensé cuántas veces quedamos encerrados en la inmediatez de alguien de nuestro entorno: jefes, directores, familiares, pareja. Corriendo como pollos sin cabeza por algo que podemos pautar bajo nuestro propio tempo. El principio de placer ajeno debe pasar por Aduanas antes de pisar territorio propio. Evaluemos y filtremos.
Después de todo, si la señora hubiese pagado la diferencia por el pasaje, podría haber elegido sentarse junto a su hijo que exudaba ¡Dejame solo! Y no saben cómo lo comprendí.
Comments