La cita del banco era a las 9am del sábado. Si, aquí los bancos también trabajan ese día. Dado que con la pandemia todas las reuniones pasaron a ser virtuales y yo solicité hacerlo en persona, tuve que dirigirme a la única sede en todo Edimburgo que lo hace, alejada de casa.
En mi outfit habitual británico -camisa, saco, jeans y zapatillas- troqué entrenamiento por caminata hasta allí. Si quería llegar a horario -debía llegar a horario- tenía por delante casi dos horas de paso sostenido. Fui pendiente del camino y escuchando el silencio de una mañana que parecía sólo mía.
Mi naturaleza de generación X debe determinarme para que a veces no entienda al GPS y ese día también me perdí. En esos momentos mi ansiedad se dispara, parece que mis piernas se hacen aún más cortas y al caminar es como si corriera en los sueños: no avanzo. Transpiro, me enojo conmigo misma, con Google maps, con la vida.
A lo lejos -lo lejos que mi miopía eterna me permite vislumbrar- intuyo una puerta de color celeste que llama mi atención, aún en el apremio del tiempo y mis minipiernas. Me acerco más, me da escalofríos en el sudor del apuro y la piel se pone de gallina. En una calle perdida, fuera de mi ruta y a las corridas me detengo a observar, y saco esta foto como turista recién llegada. Si la pizzeria hubiese estado abierta me lo hubiese perdido.
Esa emoción es suficiente para devolverme al aquí y ahora, a que estoy exagerando, a darme cuenta que me apuro sin razón, que el rodete se me desarmó en el trajín. Esa puerta en mi camino dotada de esos colores y esa inscripción tiene el don de avisarme quién soy, a dónde voy y me hace sonreír.
Esta semana me toca hablar de amor en una radio en Miami, pero no creo poder teorizar sobre lo que me generó esa puerta 😊.
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