El viernes salimos a cenar con gente de la uni – seis adultos y yo alrededor de la mesa del pub con la carne que se pide en ocasiones especiales, el Sunday roast. Allí reunidos, alguien comenzaba a hablar de algún tema de la vida mientras los demás escuchábamos y esperábamos el turno para opinar, contar lo propio o preguntar al respecto de lo dicho – bueno, no: las preguntas estaban en mi cabeza porque no se acostumbra a la repregunta.
Para quienes tenemos raíces latinas, comilona + charla ordenadas no existen: levantamos la voz, nos interrumpimos con comentarios ocurrentes o dudas que se desprenden del relato – ni hablar si hay colisión de ideas políticas. Aquí en Escocia si se me escapa y sucede, soy observada con curiosidad a la espera de que se regule mi exabrupto y la charla civilizada pueda continuar su curso.
Esta es la cultura de la no intromisión, de la no escalada discursiva. Se escucha, se procesa en silencio y la elocuencia tiene un líder por vez. Se trata de un silencio activo que hasta es respetado por la camarera que trae la Guiness y espera con la pinta en su bandeja a que el interlocutor termine su frase – no, no era mi cerveza esta vez.
Metafóricamente, quien tomaba la palabra en esa cena emprendía una caminata a la que no éramos invitados los demás pero que se asumía que estaríamos a su vuelta, aguardando el retorno, y pensando en lo que decían; luego de rescatados y bienvenidos, las botas de trekking se ofrecían al próximo paseante.
Probablemente les suene un tanto acartonado, pero francamente no lo es. En el rendezvous del viernes había seis adultos haciendo gala de la interacción británica y yo como una niña, imitando comportamientos, ofreciendo pinceladas de mi propio bagaje y madurando de a poco.
Nunca intentaré ser como ellos, pero aprendo cómo es la cosa mientras intento que la carne no se enfríe. Y ambas cuestiones son menester.
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