Dani y Pedro ríen con un chiste interno mientras la cafetera ya casi está por silbar y el perro se asoma a ver qué sucede. En la arbitrariedad del reparto, esa le corresponde a él. Bromean porque hoy por la mañana 𝑝𝑢𝑒𝑑𝑒𝑛, al menos mientras dure la nube de paz.
Pedro y Dani armaron un proyecto lejos de todos, con la intensidad y la plenitud de la adultez joven. Un poco de cada historia, a veces con lenguajes diferentes, a veces tan iguales. Con los primeros portazos decidieron esperar un poco a ver qué pasaba, pero esta pandemia exquisita sirve de excusa para muchas cosas: para los que se quieren quedar y para los que se quieren ir. Infinita y poderosa, acelera los procesos inevitables y demora los 𝑝𝑜𝑠𝑖𝑏𝑙𝑒𝑠 en la fila de la incertidumbre.
Abren juntos una última encomienda buscando allí qué les va a pasar ahora que embalan cosas que trajeron de otras casas, de otras vidas. No quieren separarse, no quieren seguir juntos, no quieren hacer ningún tipo de trámite. Debería estar prohibido tener que resolver cuestiones administrativas con un corazón roto. Que lo haga otro. Que no se haga.
El dice que tiene ganas de no perderla, pero el mapa que siguió hasta ahora no lo llevó hasta ninguno de sus tesoros. Ella piensa que quizás pueda pasar a buscarlo y caminar por la playa, pero en sus miradas fulminantes no se lo dice. Dejar de encontrarse es un proceso arduo y necesario.
Dani y Pedro tienen que devolver pronto unas llaves que 𝑎𝑏𝑟𝑖𝑒𝑟𝑜𝑛 y que ahora 𝑐𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎𝑛. La misma cerradura, el mismo hogar. En estos últimos días juntos se ayudan, se consultan, se apoyan y se replantean quiénes son. En silencio, por lo que el perro ya no se asoma.
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