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Mica busca un lugarcito en la oscuridad de la noche aunque con el reflejo de las luces de la carretera, pero negrito al fin. Veo sus facciones perfectas por la iluminación que nos regala su teléfono, puente de la comunicación. Cuando lo encuentra, se acomoda y suelta un “hagamos la sesión acá. Si aparece alguna serpiente, vemos”.

Esas son las maravillas de la terapia online. De cuerpo presente en un consultorio elegante y con mi mejor perfume, nunca hubiese sabido que Mica desde Australia me habla de las serpientes con la misma cotidianeidad que de los mosquitos. Sin embargo, a lo largo de nuestra sesión en su nochecita, mi mañana, habla de sus miedos. Cuestiona mensajes de familia largamente creídos, sostenidos y actuados. Ama el rostro de quien se lo transmite, pero elige desarmar esa bomba legada que amenaza con explotarle en su cabeza hace años. Asi, mirándome y sacando alguna que otra foto de nuestro skype sin intención (a veces lo hace), evalúa cablecito por cablecito, insegura, nerviosa, temerosa de lo que suceda si desafía la ley femenina instalada en esa aldea.

En ese camino andamos. Mica habla, se queda pensando mucho mientras rebota su “tal cual” característico y se adapta a lo nuevo que ella se propone andar. Y yo sólo estoy ahí, haciendo el aguante.

Después de todo, lo que uno trae inscripto con marca de agua es más difícil de ver y a veces amenaza más que las serpientes.





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