Mi tía Mary tenía una planta de jazmines en la puerta de su casa y brotaban preciosos. Casi como un souvenir, cuando nos despedíamos nos daba los mejores que encontraba -y a los que llegaba con su corta estatura. En casa los poníamos en un frasco de yogur la vascongada y perfumaban toda la semana. Ir a casa de ella los domingos por la tarde era mate, facturas, fútbol y su paso firme sobre el parquet en sus incansables trayectos del living a la cocina trayendo cosas. No paraba nunca. Con la plena consciencia de lo desolador que podía ser para una nena de diez años estar entre adultos, siempre se hacía un momento para mirarme, hacer un chascarrillo sobre mi tío y entonces el estruendo de su carcajada rebotaba en el pasillo. Hubiese querido mil veces poder escribir sobre la pérdida de mi mate azul durante estas vacaciones. Pero el duelo que me convoca hoy, aquí, es otro. ¿Qué nos pasa cuando muere alguien bonito para cada uno de nosotros? El agujero que deja la gente que amamos cuando se va, produce un estupor que encandila y que nos deja mirando fijo sin entender. Por supuesto que comprendemos y lidiamos con la idea de que la vida tiene un principio y un final, pero lo que resulta aplanador son las condiciones de soledad física en las que algunas personas se marchan en estos tiempos de contagio generalizado y precaución extrema. La duda parte desde lo inexplicable de la muerte: ¿𝑇𝑜𝑑𝑜 lo que mata a nuestros mayores es Covid? No hace tanto que la tía había aprendido a mandar mensajes de voz y es la primera vez que experimento la belleza de escuchar a alguien que ya no está. A todos los que han perdido a alguien bonito en este tiempo, hablen de ellos. A su ritmo, sin prisa, con sollozo o con resignación, pero no callen. Porque el dolor se mantiene enjaulado -e intacto- en el silencio.
La palabra (o la escritura) nos ayuda a tramitar y elaborar. Se los digo con un jazmín en el ojal😊
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