La frustración es una emoción muuuy compleja y depende en gran parte de cómo sentimos que una situación o persona nos boicotea lo que pretendíamos lograr. En términos más apropiados, se puede definir la intolerancia a la frustración como 𝑙𝑎 𝑖𝑛𝑐𝑎𝑝𝑎𝑐𝑖𝑑𝑎𝑑 𝑑𝑒 𝑎𝑐𝑒𝑝𝑡𝑎𝑟 𝑙𝑎 𝑑𝑖𝑣𝑒𝑟𝑔𝑒𝑛𝑐𝑖𝑎 𝑒𝑛𝑡𝑟𝑒 𝑛𝑢𝑒𝑠𝑡𝑟𝑎𝑠 𝑒𝑥𝑝𝑒𝑐𝑡𝑎𝑡𝑖𝑣𝑎𝑠 𝑦 𝑙𝑎 𝑟𝑒𝑎𝑙𝑖𝑑𝑎𝑑 (M. Keough, piscólogo americano).
Generalmente la gente que más nos frustra es aquella de quienes más cerca nos sentimos – pareja, hijos, padres, etc. El contacto diario acrecenta aún más el conflicto resultante entre lo que creemos que nuestros seres queridos deberían hacer y lo que verdaderamente hacen. ¡Cómo se atreven!
El físico Lickerman sugiere que la estrategia de la 𝑑𝑖𝑠𝑡𝑟𝑎𝑐𝑐𝑖ó𝑛 es una buena manera de lidiar con ello. ¿Pero cómo lo hago cuando veo que otra vez hizo lo mismo, a pesar de que se lo dije mil veces? Una manera encubierta de distraernos de ese enojo es hacer el ejercicio de sentirnos agradecidos por esa persona que acaba de generarnos un sentimiento negativamente intenso. Imaginemos por un segundo que esa persona no está más en nuestras vidas. ¿Qué extrañaríamos de ella? Cuando nos ponemos a considerar qué haríamos sin su presencia, el estrés causado por la irritación que nos generó tiende a disiparse – o reducirse al menos.
Asimismo, también debemos someter a juicio las formas de manejar la frustración que hemos visto y aprendido de nuestros adultos referentes durante nuestra infancia y adolescencia. A veces las incorporamos como una manera habitual de ‘descargar’ nuestro malestar sin poner en perspectiva que puede haber otra manera más adaptativa de procesar esos sentimientos feos.
A nadie le gusta frustrase, pero es inevitable, y reconsiderar cierto grado de discomfort 𝑡𝑎𝑛 𝑠ó𝑙𝑜 como un obstáculo más y no como el fin del mundo, es la que va.
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