Las cuerdas de los veleros golpeteando contra los mástiles cual cacerolazo sólo veían su cadencia opacada por un ladrido monótono y sin solución de continuidad.
Un poco curiosos como cualquier turista, nos acercamos a la playa de la concurrencia y pudimos no solamente oírlo, sino ver a un peludito anunciando algo y dando vueltas alrededor de dos hombres que apuraban el paso mientras arrastraban una barquita entre el arena y las piedras hacia la orilla del mar. El viento había hecho crecer la marea y contra la pared a lo lejos que bajaba estricta, sin huecos y sin opciones identificamos lo que nos permitió armar el puzzle completo: otro perrito daba alaridos desesperados de ayuda, en pánico por no ver posible su salida mientras se aferraba a los adoquines de manteca.
En cuanto los héroes embarcaditos emprendieron el remo hacia él, el náufrago comprendió la situación y espació sus gritos, quizás conteniéndose para que la brújula de sus rescatistas no se desviara.
En apenas unos minutos llegaron hasta él, subió sin si quiera desconfiar (luego supimos que no era de su tribu) y se sentó en la proa para avistar mejor a sus amigos que metían su cuerpo hasta el lomo para recibirlo excitados antes de que tocara tierra.
A su llegada, éramos muchos en la orilla contemplando en vivo y en directo lo que muchas veces vimos en videos en redes sociales.Y aplaudimos, y nos emocionamos, y fuimos testigos de la vulnerabilidad y alegría de encontrarnos con el otro. Qué suerte que en los momentos más ahogantes siempre alguien rema por nosotros y nos rescata.
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