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¡El mundo apesta!

Siempre me despertaron los olores: el tuco de mi madre los sábados por la mañana (en casa se almorzaba a las 12 y aún conservo esa costumbre); hoy, la croissant de los chicos calentándose tempranísimo para irse al cole desayunados (mucho antes de que yo me ponga de pie); algún perfume que usé diferente al habitual, que me obliga a cambiar nuevamente la funda de la almohada porque altera mi descanso cada vez que giro la cabeza para el otro lado. En todos los casos son olores agradables y ‘benignos’, pero que se transforman en lo contrario para mi. Mi umbral es mucho más bajo que el de mi familia, y eso les resulta irritante.

Estudios recientes (𝑈𝑛𝑖𝑣𝑒𝑟𝑠𝑖𝑡𝑦 𝑜𝑓 𝑊𝑖𝑠𝑐𝑜𝑛𝑠𝑖𝑛-𝑀𝑎𝑑𝑖𝑠𝑜𝑛 𝑖𝑛 𝑡𝘩𝑒 𝑈𝑆 2012) sugieren que hay un marcado incremento de la sensibilidad a los olores no sólo cuando se produce un cambio hormonal como sucede en el embarazo, sino en perfiles de personas ansiosas (hola!). Abrir rápidamente las ventanas cuando aún nadie registra lo que ya me parece evidente, toser severamente porque la brisa sacude las flores del jarrón a mi lado, olerme reiteradamente el cabello para verificar que ese olor que percibo no viene de mi, son parte de mi rutina y motivo de burla de quienes me rodean.

A otro nivel, algunas personas experimentan de manera exagerada esta misma capacidad de percibir olores que realmente otras no detectan en absoluto y hacen grandes esfuerzos para evitarlos, realizando cambios en su entorno para conseguir un control ambiental 𝑎𝑑𝑒𝑐𝑢𝑎𝑑𝑜, lo cual puede producir una alteración de su vida que afecta tanto a la esfera personal como a la laboral. En este caso se trata de un trastorno: 𝘩𝑖𝑝𝑒𝑟𝑜𝑠𝑚𝑖𝑎.

Ajo. Mi tolerancia olfativa puede entrenarse, lo se. Pero para el ajo, nunca.





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