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El juego del calamar

En dos días devoré la historia de esta serie coreana. Con un poco de fascinación y también de entrecerrar los ojos para no impresionarme, fui espectadora de lo que los jugadores eligen atravesar para ganar un premio millonario.


Se supone que los participantes convocados a ‘jugar’ son aquellos desesperados por las deudas, haciéndose impensado el rechazo de la propuesta y el trofeo que terminaría con todos sus pesares.


En mi sillón nuevo y comiendo pochoclo olvido que son apostadores y tan sólo me quedo observando la competencia feroz de una sociedad que condena la media, el promedio, el doña Rosa y el Roberto. Hay que sobresalir para sobrevivir. Sino, caput.


Y pienso en Emilia y sus miles de camisas blancas. Emilia es una de mis pacientes coreanas que volvió a instalarse en su país de origen hace más de un año – aunque me pregunta cómo tomo el mate. Estudiada y con varios idiomas en su haber se fue de Argentina a Seul y se instaló en casa de su padre mientras aguardó el próximo paso.


Emilia no compite ni mata a nadie para ganar. Lucha contra si misma cada día impulsada por una idea de no defraudar que raya con la obsesión. Se cuestiona, se condena, se arrincona y a veces se olvida de vivir un poquito.


Les decía que está bien preparada: en diez días se irá a República Dominicana con una nueva oferta laboral. Quizás en un contexto diferente y con el calor de la arena en sus dedos gordos pueda reencontrarse con ella misma.


Tiene mucho que hablar con su Superyó.




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