A mi entender el fin de semana es un arma de doble filo: útil para despejar la cabeza con actividades varias porque tenemos tiempo o por la misma razón, encontrarnos en la encerrona de nuestros pensamientos.
Si es la segunda opción, se pone en marcha el lavarropas mental con cosas como se lo tengo que decir/cuándo lo podré pagar/eso no quiero/ tengo miedo de y así, que se revuelven en el programa de lavado más laaargo. Eso es la rumiación del pensamiento. Como la vaquita con su pastito, vamos masticando lo mismo una y otra vez sin actualización ni solución a la vista.
La rumiación se ha comprobado que es un factor esencial en sostener un estado de tristeza o también un cuadro de depresión. Y cuanto más lo hagamos, más surcamos ese camino neuronal: es decir que el cerebro se siente a gusto rumiando lo malo porque lo hace de taquito.
Para poder interceptar ese ciclo y desenchufar el Whirlpool es importante primero detectarnos dándole vuelta al asunto – a veces no somos conscientes de cuánto tiempo pasamos repiqueteando en una cuestión. Entonces debemos proponernos el stop junto a un movimiento corporal – ir a otra habitación inclusive. El cambiar de posición es una antesala de poder sacudir lo que pienso.
También poder preguntarnos Qué haría si no estuviera aquí atascado en esta idea GIF? Aunque no estemos cerca de poder lograrlo, nos orienta en qué dirección ir.
Y finalmente la interacción humana (física o virtual): café con alguien o audios con alguien implican meterme en la historia de otro, abrir el espectro de mi desánimo y ver qué más me encuentro a la hora de sentir, pausando el centrifugado por un rato.
En mi finde evadí rumiar con lectura, mates, visita y pelis. Pero hoy lunes tempranito escribo sobre mi cuarto estómago… Inevitable.
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