Después de muchos días de botas de lluvia, me dispongo a una charla con una amiga en el parque y para cambiar mi outfit habitual me pongo esas botitas tejidas que tanto me gustan. Me preparo para una caminata de una hora hasta llegar a su encuentro, y justo antes de entrar en el canal que me lleva derechito a ella me aparto de la senda para dar paso a una señora. Piso caca y mi humor queda claramente trastocado.
Mi mañana ni siquiera arrancó pero ya quiero volverme a casa. ¿Qué podría acaso 𝑑𝑒𝑠𝑒𝑛𝑟𝑎𝑖𝑧𝑎𝑟 mi estado de ánimo?
Camino decidida y fastidiada, aunque a medida que transcurren los metros, los pájaros y los remeros percibo que Edimburgo estalla de 𝑑𝑎𝑓𝑓𝑜𝑑𝑖𝑙𝑠 -nunca recuerdo que en castizo son narcisos. El amarillo que me acompaña a cada paso que doy me sostiene, me abraza y me hace detener a echar unas fotos. Entonces cierro los ojos e inspiro profundo: algo dentro de mi cambió en este rato.
La tía Marité sabia de muchas cosas, pero el 𝐼𝑘𝑒𝑏𝑎𝑛𝑎 y la 𝐶𝑟𝑜𝑚𝑜𝑡𝑒𝑟𝑎𝑝𝑖𝑎 eran temas recurrentes en nuestras tardes Gesellinas. La Cromoterapia es un método en el cual se usan las propiedades de los colores con fines estimulantes psíquicos y orgánicos. Se puede aplicar directamente vistiendo los colores 𝑎𝑑𝑒𝑐𝑢𝑎𝑑𝑜𝑠, comiendo alimentos con determinadas tonalidades o permaneciendo en habitaciones pintadas de ciertos matices.
Los narcisos son flores resilientes que simbolizan los nuevos comienzos; el amarillo estimula la felicidad y transmite cierta sensación de seguridad y bienestar. Sin dudas, algo de ver esas florecillas hizo su efecto en quien les escribe.
La tía ya no equilibra las flores en los jarrones de una villa costera, pero yo camino, me inundo de su color favorito y llego a tiempo para hacer 𝑐𝘩𝑖𝑛 𝑐𝘩𝑖𝑛 con el tono ambar de una cervecita que confirma que estoy de buena onda.
Yo, amarilla.
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