- 𝑇𝑒 𝑡𝑒𝑛𝑔𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑑𝑒𝑗𝑎𝑟 𝑅𝑜𝑚𝑖, 𝑚𝑒 𝑒𝑠𝑡á 𝑙𝑙𝑎𝑚𝑎𝑛𝑑𝑜 𝑚𝑖 𝑣𝑖𝑒𝑗𝑜
La grandiosidad de lo virtual queda vulnerada cuando el mismo teléfono es el puente para la sesión y también para todas las notificaciones imposibles de ignorar que se interponen en el 𝑛𝑜𝑠𝑜𝑡𝑟𝑜𝑠 del encuentro.
Y algunas de esas notificaciones son no-descartables.
La semana pasada la muerte vino a sesión. Indudablemente es un tema recurrente en terapia, pero nunca había experimentado que alguien reciba la noticia durante la hora que nos convoca.
La semana pasada no sucedió una, sino dos veces en tres días. De todos los días posibles, de todas las horas de ese día, el aviso llegó dentro de esos sesenta minutos y no otros. Ambos finales comunicados eran desenlaces esperados, liberadores, pero aún así nada nos prepara para saber qué hacer frente a la muerte.
Hay momentos con los pacientes en los que da igual si soy psicóloga, profesora de Geografía o carpintera. Y descubrí que este es uno de ellos: La muerte siempre nos deja sin saber qué decir. O por lo menos a mí, no quiero incluírlos a ustedes en mi vacilación.
En este camino que andamos juntos soy testigo de cuestiones tan íntimas que siento que no es justo para ellos. Y agradezco. A cambio, sólo ofrezco un tibio rayito de respeto, escucha y silencio.
Parecido al que recibe este girasol en el cementerio de Assistens, en Copenhague.
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